Dicen que las películas del Hollywood clásico les dan mil vueltas a las de ahora. Es posible, pero siempre nos quedará el consuelo de que los excesos de nuestras estrellas son más jugosos que los protagonizados por los divos de la ingenua época del cine en blanco y negro. Pues tampoco. O eso se desprende de la lectura del ensayo de Juan Tejero El grupo salvaje de Hollywood. Dioses y monstruos (T&B), que analiza las peripecias de los actores más escandalosos de la edad de oro de la meca del cine.
El libro arranca (fuerte) con una cita de Tallulah Bankhead. "Mi padre me advirtió sobre los hombres y el alcohol, pero nunca me dijo nada sobre las mujeres y la cocaína", dijo una vez la popularísima actriz sureña y bisexual de los años veinte. "Esta es la historia de una serie de estrellas que consiguieron vivir más deprisa y que lo hicieron, en la mayoría de los casos, gracias a su insaciable apetito de, entre otras cosas, poder, sexo y sustancias ilegales", explica Tejero, que también enumera las posibles causas de tanto desenfreno: "La tensión del trabajo ante las cámaras, la inconsciencia de la juventud y la abundancia de un dinero que parecía no tener fin".
Desmanes cuya trama era muchas veces tan interesante como la de los propios filmes. Y todo pese a que, a principio de los años veinte, la industria rosa convertida ahora en un monstruo de dimensiones colosales estaba aún en pañales. "La aproximación de las revistas de fans a los cotilleos era tímida e inocua. Los artículos habituales describían a los actores como virtuosos, trabajadores y devotos de sus esposas", dice Tejero.
Todo cambió con la irrupción de la cronista de sociedad Louella Parsons, la reina del chisme en el Hollywood primitivo, popularmente conocida como Louella He-visto-lo-que-has-hecho Parsons. La receta de Parsons, columnista estrella del emporio informativo de William Randolph Hearst, era sencilla. "Chismorreos, insinuaciones, mentiras como pianos y, de vez en cuando, la horrible verdad: estos eran los ingredientes principales del potaje", cuenta Tejero. Sí, la horrible verdad, porque material escabroso para que Parsons lanzara sus dardos no faltaba precisamente.
Tejero recrea esta época desmadrada con un impagable anecdotario. John Barrymore tenía fama de beberse hasta el agua de los floreros. La reputación era merecida. "Dolores se llevó a su marido a un crucero, no sin antes rebuscar por todo el yate por si él había escondido algo de alcohol. Así que a Barrymore no le quedó otro remedio que beberse el perfume de su esposa. Se dedicó a empinar el codo con elixir bucal, amoniaco y, al final, con el alcohol del sistema de ventilación del barco". Un hombre con mucha sed, en efecto.
Tallulah Bankhead, nacida en 1902, aún no había cumplido 20 años cuando ya practicaba una curiosa jerarquía de vicios. "Aprendió a esnifar cocaína con una lima de uñas (cuando se quedaba sin cocaína, aplastaba una aspirina y la esnifaba, para ser chic) y a experimentar con la marihuana, aunque aún no tomaba alcohol porque se lo había prometido a su padre", rememora el escritor.
Pese a que los grandes estudios solían vigilar a las estrellas para que llegaran al trabajo de una pieza, la necesidad y la imaginación podían más en ocasiones que la supervisión más estricta. "Parecía que el licencioso Errol Flynn había iniciado una nueva vida. Se había puesto a comer naranjas todos los días, pero se descubrió que había estado tomando el pelo a todo el mundo. Lo que hacía era llegar al plató con diez minutos antelación para inyectar vodka en la fruta".
El caso era pillarse un buen ciego. O quizás todo se trataba de lo que le dijo una vez John Barrymore al cineasta Otto Preminger, que le dirigió en una obra de teatro en 1941. Tras varias funciones seguidas interpretando su papel borracho como una cuba, Barrymore se presentó una noche sobrio y lo bordó. "¿Por qué no puedes hacerlo así siempre?", le preguntó Preminger. El actor sonrío ampliamente y dijo: "Porque me a-b-u-r-r-o, joven. Porque me aburro". Amén. fuente - Publico.es
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