Una esquela fuera de lo común ha llenado de risas el mundo del obituario. Los del Club Chumbalaka son los autores de una filosofía que honra hoy a su presidente Manuel Díaz, fallecido el pasado febrero. Para ser socio no hay que pagar cuota y el único requisito es estar loco y tener ganas de pasarlo bien
Desde el pasado ocho de marzo las cenizas de Manuel Díaz, presidente del Club Chumbalaka, están esparcidas en la Glorieta de Bécquer del María Luisa. Manolo, no nos esperes levantado, ya iremos llegando... tú a tu aire. Una esquela no tiene por qué ser el final, ni tiene por qué hacer llorar. Lo que se escribió para anunciar la misa de un amigo se ha convertido en casi un fenómeno social que corre como la pólvora por internet: la muerte se viste de ironía y humor, ha pasado del blanco y negro al color.
Corrían los años 60 cuando siete amigos sevillanos decidieron formar un club con el referido nombre. Entonces tenían menos de seis años y jugaban a perseguir a las parejas de enamorados que paseaban para descubrir calles nuevas. Hoy rondan los setenta y quedan los domingos para comer paella en casa de alguno de ellos. ¿La última reunión? El pasado 22 de febrero cuando, por la muerte de su presidente Manuel Díaz (Manolo El Suave, como le llaman), se volvieron a ver las caras en la parroquia de San Benito. "Era un tipo carismático, un líder", dicen sus amigos. Pero su pérdida, lejos de suponer un trauma para los miembros de este club, ha reflejado el auténtico espíritu de un código lleno de humor y optimismo: el chumbalaka.
Siete vidas, siete nombres y, cómo no, siete motes. Manolo era El Suave (por su forma de ligar), Juan Carlos El Tacañete, Ángel Luis El Desagradable, Juan Francisco El Callao, José Manuel El Caso Extraño, Eduardo El Gitano Eléctrico, y Pedro El Locuelo. Imagínense los demás porqués.
La Rae no define un palabro inventado por niños, pero las aventuras de la pandilla lo han ido cubriendo de significado con el paso de los años. Santa Cruz fue el barrio testigo de las travesuras más inocentes. Pero los 16 fueron, como suele suceder, los años más locos. La adolescencia de unos niños más o menos acomodados que tenían buena relación con sus padres, empezaban a fijarse en las niñas, y a dejar en un segundo plano los estudios, fue la etapa, si no dorada (porque las pesetas escaseaban) sí más dulce. Fueron, como otros muchos que estarán leyendo estas líneas, la generación guateque. Empezaron a organizarlos en las azoteas de sus casas. Al lavadero que había en el número 15 de Corral del Rey lo bautizaron Ditifersu, y a la torrecilla anexa al Pabellón de Chile (donde trabajaba como director de la Escuela de Artes y Oficios el padre de Eduardo), Chumbalakito. Se iban a la Avenida de la Constitución a cazar chicas: "Oye, ¿tenéis plan?". Y poco a poco la popularidad de los chumbalakas en Sevilla fue creciendo como la espuma. Comenzaron a alquilar locales y grupos de música, y a vender invitaciones por 15 pesetas (pesetas que las niñas no pagaban, claro). Manolo -el relaciones públicas del grupo- se encargaba de hablar con los de Cruzcampo y Cocacola, y Marcelino de vender las bebidas tras la barra. Su lema era Vini, vidi, ligui: Llegué, vi y ligué, que dirían los Julio César sevillanos.
No tenían -ni tienen- ni idea de tocar instrumentos, pero por aquella época se paseaban por la ciudad como una auténtica orquesta aporreando los que el cura Rafael Campos les había prestado. Eran rockeros, escuchaban a los Rolling, a los Beatles y a Elvis. Manolo, además, era muy religioso. Desde pequeño les confesaba al resto de chumbalakas sus visiones, un santo le visitaba. Estaban especializados en ligar con nacionales ("que entendían nuestros chistes", cuenta Pedro), y La Mancuerna, especialista en guiris, era la banda rival.
"Chumbalaka quiere decir locura, chispa", explica Pedro, "y Manolo tenía eso y más. Era buena gente, imaginativo, un inventor". Los ojos de su amigo, compadre y socio (como él mismo se define) se acaban de empañar: no es fácil hablar de quien se ha ido. "¿Sabe cuáles son las bolsas de plástico de las pipas? Cuando todavía se vendían en cartuchos de papel de estraza, a Manolo se le ocurrió la idea de envasarlas. ¿Y el gazpacho en cajas? Igual, idea de Manolo. Muchos de los jóvenes que ligan hoy en las discotecas le tienen que agradecer a él que puedan comprar preservativos en las máquinas cuando les entra el... ya sabe." Ahora Pedro se ríe, pero por poco tiempo. "El problema es que era peculiar y, tras ser detective durante años en El Corte Inglés, cayó en una profunda depresión que posiblemente es lo que ha acabado con su vida".
Después se han hecho de izquierdas, de derechas, del Betis y del Sevilla. Pero el Chumbalaka los une, incluso después de la muerte. Manolo, ve en paz. elcorreo.es
Desde el pasado ocho de marzo las cenizas de Manuel Díaz, presidente del Club Chumbalaka, están esparcidas en la Glorieta de Bécquer del María Luisa. Manolo, no nos esperes levantado, ya iremos llegando... tú a tu aire. Una esquela no tiene por qué ser el final, ni tiene por qué hacer llorar. Lo que se escribió para anunciar la misa de un amigo se ha convertido en casi un fenómeno social que corre como la pólvora por internet: la muerte se viste de ironía y humor, ha pasado del blanco y negro al color.
Corrían los años 60 cuando siete amigos sevillanos decidieron formar un club con el referido nombre. Entonces tenían menos de seis años y jugaban a perseguir a las parejas de enamorados que paseaban para descubrir calles nuevas. Hoy rondan los setenta y quedan los domingos para comer paella en casa de alguno de ellos. ¿La última reunión? El pasado 22 de febrero cuando, por la muerte de su presidente Manuel Díaz (Manolo El Suave, como le llaman), se volvieron a ver las caras en la parroquia de San Benito. "Era un tipo carismático, un líder", dicen sus amigos. Pero su pérdida, lejos de suponer un trauma para los miembros de este club, ha reflejado el auténtico espíritu de un código lleno de humor y optimismo: el chumbalaka.
Siete vidas, siete nombres y, cómo no, siete motes. Manolo era El Suave (por su forma de ligar), Juan Carlos El Tacañete, Ángel Luis El Desagradable, Juan Francisco El Callao, José Manuel El Caso Extraño, Eduardo El Gitano Eléctrico, y Pedro El Locuelo. Imagínense los demás porqués.
La Rae no define un palabro inventado por niños, pero las aventuras de la pandilla lo han ido cubriendo de significado con el paso de los años. Santa Cruz fue el barrio testigo de las travesuras más inocentes. Pero los 16 fueron, como suele suceder, los años más locos. La adolescencia de unos niños más o menos acomodados que tenían buena relación con sus padres, empezaban a fijarse en las niñas, y a dejar en un segundo plano los estudios, fue la etapa, si no dorada (porque las pesetas escaseaban) sí más dulce. Fueron, como otros muchos que estarán leyendo estas líneas, la generación guateque. Empezaron a organizarlos en las azoteas de sus casas. Al lavadero que había en el número 15 de Corral del Rey lo bautizaron Ditifersu, y a la torrecilla anexa al Pabellón de Chile (donde trabajaba como director de la Escuela de Artes y Oficios el padre de Eduardo), Chumbalakito. Se iban a la Avenida de la Constitución a cazar chicas: "Oye, ¿tenéis plan?". Y poco a poco la popularidad de los chumbalakas en Sevilla fue creciendo como la espuma. Comenzaron a alquilar locales y grupos de música, y a vender invitaciones por 15 pesetas (pesetas que las niñas no pagaban, claro). Manolo -el relaciones públicas del grupo- se encargaba de hablar con los de Cruzcampo y Cocacola, y Marcelino de vender las bebidas tras la barra. Su lema era Vini, vidi, ligui: Llegué, vi y ligué, que dirían los Julio César sevillanos.
No tenían -ni tienen- ni idea de tocar instrumentos, pero por aquella época se paseaban por la ciudad como una auténtica orquesta aporreando los que el cura Rafael Campos les había prestado. Eran rockeros, escuchaban a los Rolling, a los Beatles y a Elvis. Manolo, además, era muy religioso. Desde pequeño les confesaba al resto de chumbalakas sus visiones, un santo le visitaba. Estaban especializados en ligar con nacionales ("que entendían nuestros chistes", cuenta Pedro), y La Mancuerna, especialista en guiris, era la banda rival.
"Chumbalaka quiere decir locura, chispa", explica Pedro, "y Manolo tenía eso y más. Era buena gente, imaginativo, un inventor". Los ojos de su amigo, compadre y socio (como él mismo se define) se acaban de empañar: no es fácil hablar de quien se ha ido. "¿Sabe cuáles son las bolsas de plástico de las pipas? Cuando todavía se vendían en cartuchos de papel de estraza, a Manolo se le ocurrió la idea de envasarlas. ¿Y el gazpacho en cajas? Igual, idea de Manolo. Muchos de los jóvenes que ligan hoy en las discotecas le tienen que agradecer a él que puedan comprar preservativos en las máquinas cuando les entra el... ya sabe." Ahora Pedro se ríe, pero por poco tiempo. "El problema es que era peculiar y, tras ser detective durante años en El Corte Inglés, cayó en una profunda depresión que posiblemente es lo que ha acabado con su vida".
Después se han hecho de izquierdas, de derechas, del Betis y del Sevilla. Pero el Chumbalaka los une, incluso después de la muerte. Manolo, ve en paz. elcorreo.es
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