EN EL CORREDOR DE LA VIDA

el periodico - Shujaa Graham, el negro, y Juan Meléndez, el hispano, pusieron ayer en pie a un auditorio de estudiantes lleno hasta la bandera que aplaudieron rabiosamente tras escuchar, atónitos, sus relatos como presos en el corredor de la muerte exonerados tras la titánica tarea de conseguir probar su inocencia. Fueron unos testimonios tan duros, tan electrizantes, tan sentidos, tan clarificadores, que las lágrimas rodaron por la mejillas de muchos alumnos de la Facultad de Comunicació Blanquerna de la Universitat Ramon Llull en sintonía con las lágrimas de los ponentes.
Los constantes arranques de llanto de los dos exreclusos durante la conferencia dieron cuenta de unas heridas emocionales muy profundas. Su razón de ser, ya en libertad, es la de luchar por la abolición de la pena capital.
Empezó Juan Meléndez, un norteamericano de raíces puertorriqueñas condenado a muerte en 1984 en Florida por un crimen que no cometió. Tras 17 años en el corredor de la muerte, fue liberado en el 2001 cuando apareció un vídeo con la confesión del verdadero criminal que el fiscal había obviado en su momento en favor de dos declaraciones de supuestos testimonios del crimen. Dos testimonios falsos que, en su día, agilizaron la resolución de un caso en una semana en un juicio con un jurado integrado por 11 blancos y un afroamericano. Ni un hispano como el acusado.

Esperanza y desesperación

«Doy gracias por estar vivo esta mañana», empezó Juan, de 59 años, integrante de la oenegé Witness to Innocence de la que ahora forman parte los dos presos exonerados. Son dos de los 139 afortunados que han logrado demostrar su inocencia antes de morir ejecutados en EEUU desde 1973. Pero junto a este dato esperanzador hay otro demoledor. El 11% de las ejecuciones son voluntarias, antes de terminar las opciones de apelación, porque los acusados no soportan más la presión y tiran la toalla. Piden morir ya.

Juan Melendez verbalizó -si es que puede llegarse a verbalizar en toda su intensidad una vivencia así-la desesperación, el odio, las dimensiones diminutas de una celda, la suciedad, las ratas, la tristeza de no ver a sus seres queridos ni la luna en 17 años y la opción del suicidio. «Fabriqué una cuerda para ahorcarme con una bolsa de basura enrollada y me fui a dormir con la intención que quitarme la vida al día siguiente», explicó. Y añadió: «Pero esa noche soñé con las aguas tibias del Caribe de las playas de Puerto Rico, con las palmas de cocos, con un día maravilloso, con mi madre en la orilla y con delfines que nadaban a mi lado. Grité con todas mis fuerzas que no quería morir cuando me desperté».

Y lo dio todo en el intento de sobrevivir. «No fui salvado por el sistema sino a pesar del sistema», subrayó visiblemente enojado. Un sistema, dijo, en que la corrupción, el racismo y el trabajo mal hecho llevan a errores irreversibles.Ahora se le cae el mundo encima cuando se produce una ejecución en el estado de Florida, porque siempre conoce al reo, quizá uno de sus amigos que le enseñaron inglés para poder pelear por su libertad.

Es el turno de Shuja Graham, nacido en una familia de cultivadores de algodón en Luisiana. Tras mudarse a Los Ángeles, pasó casi toda su adolescencia en correccionales por constantes enfrentamientos con la policía en su defensa de los derechos de los negros.

En 1973 fue acusado de matar a un funcionario de la prisión californiana donde estaba recluido. Era inocente y, como Juan Meléndez, fue condenado con pruebas muy endebles. Pasó ocho años en prisión, cinco de ellos en el corredor de la muerte en California.

«Los afroamericanos están excluidos de los jurados», lamentó, para añadir que la pena de muerte es «costosa, cruel, innecesaria y tenemos otras alternativas». La campaña para probar su inocencia, orquestada por estudiantes en apariencia frágiles y sin fuerza, le llevó a un cuarto juicio en que fallaron su inocencia.

Al menos ocho inocentes han sido ejecutados desde 1976 en EEUU. Todavía 35 estados, del total de 50, mantienen la pena capital. Graham dice que siempre siente un poso de tristeza del que no logra desprenderse pero que celebra estar vivo. Repitió hasta la saciedad que los países que mantienen la pena de muerte corren el riesgo de ejecutar a un inocente.
En sus camisetas rezaba una sentencia demoledora: Puedes liberar a un preso inocente de la cárcel, pero nunca de su tumba.

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