En tierra celta y de la Santa Compaña se celebra un peculiar cortejo fúnebre con gente (viva) metida en ataúdes. Esta romería es un rito de agradecimiento por seguir en este mundo. Se acaba el mes de agosto, nos alcanza septiembre y llegamos a la última etapa de este viaje. A lo largo de las últimas semanas les he invitado a acompañarme por los rincones más insólitos y diferentes del verano gallego, además de algunos destinos inexcusables, y para esta etapa final del camino les he guardado una de las experiencias más desconcertantes de todas las que Galicia les puede ofrecer.No en vano, el sitio al que vamos hoy ha sido catalogado por el diario inglés The Guardian como «una de las fiestas más extrañas del mundo». Hoy nuestra parada es en un pequeño punto llamado Santa Marta de Ribarteme. Este lugar, apartado, bucólico y rural, no tendría nada de especial si no fuese por la extraña romería que celebran a finales de julio, una romería como cientos que se celebran todos los años en cualquier lugar de España, con misa, procesiones, bandas de música y puestos de comida...pero es que además en esta hay No Muertos. Sí, así como lo oyen.
No quiero que se imaginen una horda de zombies putrefactos paseando tras el palio al estilo de The Walking Dead, porque no va de eso. La romería de Ribarteme es peculiar porque en ella desfilan los ataúdes abiertos de aquellas personas que deberían estar muertas y que, sin embargo, siguen entre nosotros. O dicho de otra manera, aquellos que por un motivo u otro estuvieron a punto de morir durante todo el año anterior y que, convencidos de que la patrona de Ribarteme es la responsable de su milagrosa supervivencia, deciden agradecérselo siendo exhibidos ante la multitud dentro del féretro que tendrían que haber usado en caso de que les hubiesen picado el billete, si me permiten la expresión.
Así que ni corto ni perezoso me planto en Ribarteme, bajo un sol de justicia. El espacio alrededor de la capilla de la Virgen está atestado hasta extremos increíbles por fieles llegados de todas partes. Supongo que saben que la relación de los gallegos con la muerte es un tanto especial. Al fin y al cabo ésta es la tierra de la Santa Compaña, de los trasnos y de los lugares sagrados a los que van las almas difuntas si no fueron en vida. Compartimos con los irlandeses, otro pueblo de cultura celta, una estrecha vinculación con nuestros muertos y los cementerios están, literalmente, a las puertas de los pueblos e iglesias. Quizá por eso no nos choca que personas perfectamente normales decidan introducirse en un féretro bajo un sol abrasador y ser paseados a hombros, en un extraño cortejo fúnebre donde las lágrimas, habitualmente, son de alivio.El aire está teñido de una extraña mezcla de olores, donde se entrecruzan el aroma de las velas que portan docenas de personas, el humo de los incensarios y de fondo el penetrante olor del pulpo que se cuece en enormes ollas de cobre. Me abro paso entre la multitud para llegar a la primera fila de un punto algo elevado, desde donde puedo ver pasar el cortejo. Los ataúdes son llevados a hombros y en cada uno de ellos, destapado, va tumbada una persona. Hay de todo, jóvenes y viejos, ancianos y muchachos. Algunos se cubren la cara con un abanico, pero no por vergüenza o pudor, sino porque el calor amenaza con provocarles un síncope, rodeados de tanto raso en la caja de nogal.
No puedo evitar pensar que si a alguno le da un soponcio al menos el juez no tendrá que levantar el cadáver. Una de las ofrecidas lleva en su mano un pequeño ventilador y con él alivia el tránsito. Tiene los ojos cerrados y rastros de lágrimas en sus mejillas y parece profunda y sinceramente conmovida. Me doy cuenta de que este momento tiene una profunda carga simbólica y emocional y la sensación se extiende por el aire, de una forma eléctrica.Todos los presentes contemplan con profundo respeto el cortejo. Cuento media docena de ataúdes abiertos, mas un par de ellos cerrados. Alarmado, pregunto si en las cajas cerradas van también otros ofrecidos y para mi alivio me dicen que no, que son de personas que prefieren caminar tras el ataúd antes que ir metidos dentro del féretro.Me alejo de la capilla mientras en el cielo explotan con estruendo las bombas de palenque que no pueden faltar en cualquier celebración que se precie en la Galicia rural. Por el camino no puedo dejar de pensar en la emoción del momento que he presenciado y llego a la conclusión de que los raros no son los que van dentro de los ataúdes, sino que quizá seamos nosotros, que hemos perdido esa conexión especial entre la vida y la muerte y que permite mirar a la cara de la Parca con naturalidad. Así que ya ven, el verano es algo más que sol y playa, que de eso tenemos mucho. Galicia es una tierra mágica que siempre da algo más. Les esperamos para el verano que viene, con los brazos abiertos. No se lo pierdan.
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